Al otro lado del mundo material/¡Miren cómo ha crecido el anahata de Tania!
¡Miren cómo ha crecido
el anahata de Tania!
Estuve sentada cerca de la hoguera, a la cual regresé para descansar. Se acercó Vladimir, mirándome atentamente.
—Miren cómo ha crecido el anahata de Tania —dijo él dirigiéndose a los demás—. Cuando llegaste, tu anahata era así —Él mostró con sus manos una bola de unos 20 centímetros—. ¡Pero miren ahora! ¡Una flor se ha abierto de la yema! ¡Tu anahata, incluso en el estado relajado de conciencia, está más grande que tu tórax entero y sobresale de tu cuerpo! ¡Ahora ya no es un simple anahata, sino un verdadero corazón espiritual!
Todos se alegraron por mí.
—¡Lo que es Juanito! —bromeó Vladimir.
—¡Claro! ¡Un Jefe joven y guapo! —añadió Larisa y todos nos reímos.
Pero muy pronto comencé a helarme nuevamente, incluso cerca de la hoguera. Me molestaban, más que nada, los dedos de los pies.
Por eso, las siguientes meditaciones que mostró Vladimir, sólo logré hacerlas con dificultad. En una de éstas, tenía que brillar con mi corazón espiritual sobre el espacio abierto del mar, como lo hace una linterna fuerte o un proyector, y luego llenar este espacio conmigo misma, uniéndome con su belleza.
Habiendo notado que ya no lograba hacer muy bien aquel ejercicio, Vladimir dijo que uno no debe unirse de ninguna otra forma, sino en el estado de amor.
Intenté. Aquello que yo observaba de hecho era infinitamente bello, pero las explosiones de mi amor alternaban… con los escalofríos de todo mi cuerpo.
—Sí —observó Vladimir—, si tienes frío, no es tan fácil amar.
Volvimos a la hoguera. ¡De repente, Vladimir me propuso… que me parara descalza sobre la nieve!
Él mismo se quitó tranquilamente sus botas puestas sin calcetines y se paró sobre la nieve, proponiéndome hacer lo mismo.
A mí me interesó siempre probar todo lo nuevo y desconocido, además si era beneficioso y, encima, cuando lo proponía Vladimir. Así que, repetí todo igual.
Claro está que mis plantas de los pies sentían frío, pero también, no sé por qué, experimenté cierto gozo. Creo que era la reacción de mi organismo al «estrés positivo».
—Entra completamente en el anahata —dijo Vladimir—. ¿Ahora ya no tienes frío, verdad?
Habiéndome «escondido» con la conciencia entera dentro del anahata, realmente lograba no percibir mis pies. Pero luego éstos empezaron a distraerme de nuevo. Entonces tuve que entrar otra vez completamente en el anahata y mantenerme allí el mayor tiempo posible.
Así estuvimos parados sobre la nieve durante 10 o 15 minutos. Vladimir, según parece, estaba acostumbrado completamente a esto y no sentía ninguna incomodidad. Pero yo… —no sé como decirlo— creo que lo aceptaba como una nueva experiencia en mi vida, pensando que debería entrenarme más durante el próximo invierno.
Después de descansar cerca de la hoguera, empecé a repasar otra vez todos los ejercicios que me enseñaron. Lo más difícil fue tener en los brazos de la conciencia el mar, los peces, los pájaros… Extendía mis brazos tan lejos como podía experimentarlos. Me cansé muy rápido de esos ejercicios y hasta empecé a respirar profundamente, como si estuviera subiendo una cuesta empinada.
Luego me ayudó Vladimir indicando otro lugar apropiado para estos ejercicios. Resultó que allí hacía más calor; por tanto, me sentí más cómoda y las emociones de amor surgían más fácilmente. Yo descansaba por unos momentos y luego empezaba todo de nuevo. Y solamente cuando mis meditaciones perdieron su claridad y las emociones se volvieron menos vívidas, regresé a la hoguera.
Vladimir sonreía calladamente. Él casi nunca se reía a carcajadas, sino que simplemente irradiaba una alegría pacífica con sus ojos, con su sonrisa, con su rostro y con todo su ser. Sólo una vez vi como él se moría de la risa junto con todos nosotros. Esto pasó cuando conté sobre una fotografía en la cual un «padre» ortodoxo en sotana, parado en el arcén de la autopista sostenía un cartel que decía «¡Santifico la gasolina!».
Pronto llegó el tiempo de abandonar el lugar de Juanito y dirigirse al tren eléctrico. Caminamos por la arena de la orilla y en el agua se reflejaban los rayitos del sol.
Anna me preguntó si me di cuenta de que el cisne que yo tenía en la palma de mi mano y al que trataba de llenar con mi amor de repente comenzó a nadar hacia mí. Contesté que simplemente no lo vi a causa de mi mala visión y que solamente traté de extender mis brazos lo más lejos posible y de sentir dónde podrían estar esas aves, para que pudiera darles mi amor y calor. Entonces ella sonrió y dijo que yo aprendí a ver tan rápido que tenía todas las posibilidades para recuperar completamente mi vista.
Bajamos del tren eléctrico y caminamos a paso lento hacia la casa. Yo sentí un ruido sordo en la cabeza y un dolor en los músculos, pero el estado de alivio, de alegría, de comodidad y tranquilidad predominaba sobre todo. Conversamos y reímos, con la particularidad de que no fue dicha ni una sola palabra vana, ni una sola oración que no se relacionara con Dios o con la vida para Él. Todo esto era tan natural, como si estuviéramos hablando de las ocupaciones cotidianas más sencillas. Pero ésta era de hecho su vida cotidiana. Y yo esperaba que la mía también fuese así.
Tocamos otra vez el tema de la recuperación de la vista y Anna contó la historia sobre una de las ex discípulas de su Escuela:
—Una buena muchacha nos visitaba. Su vista era peor aún que la tuya. Pero en el sitio de poder de Eremey, pudo mejorarla muchísimo.
—¿Y dónde está ahora? —pregunté con curiosidad.
—No está con nosotros. Vladimir tuvo que excluirla, porque no pudo pasar la prueba. Ella se enamoró de un joven, su discípulo. No obstante, él, desde cierto momento, no fue capaz de asimilar intelectualmente las siguientes etapas del desarrollo. Y, a pesar de muchas advertencias de que ese muchacho no era capaz de progresar, ella se quedó con él, prácticamente habiéndolo preferido a él antes que a Dios. Y después, encima, estaba muy molesta con nosotros porque, como ella creía, no habíamos comprendido que podía amar a este joven y a Dios simultáneamente.
—¿Y qué pasó luego? —No me callaba. ¡Para mí era totalmente incomprensible cómo se puede llegar a esas alturas, conocer directamente el Amor de Dios y, de pronto, dejarse arrastrar por las relaciones terrenales!
—Él era mucho más joven —continuó Anna—. Ellos vivieron juntos dos o tres años y luego se separaron. Pero durante aquel tiempo ella perdió todos sus logros positivos en el perfeccionamiento espiritual.
Este final no me pareció improbable y no me sorprendió.
—¿Podrías decirme su nombre?
—Olga.
En la casa tuvimos una cena muy rica. Especialmente me gustaron los hongos. Anna los guardaba secos, y para prepararlos, los remojaba y luego los freía o cocinaba.
Después de la cena me fui a mi cuarto, donde me acordé nuevamente de lo que pasó con Olga. ¿Será posible que conmigo pase algo similar?
Hace mucho tiempo, leyendo otra vez el Nuevo Testamento e imaginado cómo Jesús podría ser, cómo se comunicaría con las personas, cómo jugaría con los niños, yo, de pronto, pensé que seguramente me habría enamorado de Él si hubiera estado a Su lado. Pero lo habría amado con el amor «terrenal», puesto que en aquel entonces era la única forma de amor que conocía. No obstante, enseguida me regañé a mí misma por aquel pensamiento, ¡pues, según la iglesia ortodoxa, uno no debe amar a Dios así!
De María Magdalena yo sólo sabía en aquel momento que Jesús la salvó de la lapidación. Pero solamente años después, leí que ella se hizo Su compañera.