Al otro lado del mundo material/Los Primeros sitios de poder Los Primeros sitios de poderHabiéndonos bajado del tren eléctrico, caminamos a paso lento hacia la orilla del mar. Soplaba un viento fuerte y frío, caía una lluvia ligera y solamente de vez en cuando tras las nubes se asomaba el sol. Salimos a la orilla y caminamos por la arena, vadeando los arroyos que desembocaban en el mar. De repente Vladimir se detuvo y, volviéndose, dijo: —Aquí está el primer sitio de poder para ti. Es la zona de trabajo de Krishna. ¡Y aquí está Él Mismo! ¡Puedes saludarle! A causa de las emociones y los pensamientos que me invadieron, no encontré nada mejor que decir mentalmente: «¡Hola, Krishna!». Y me quedé callada, sin saber qué más decir. Nada «razonable» venía a mi cabeza y las emociones de alegría que sentí no las pude expresar en palabras. Vladimir con tacto me ayudó a salir de esta situación difícil, habiéndonos propuesto continuar el camino. Con todo, él explicó que es posible y es necesario aprender a comunicarse con Dios, aprender a amarlo y a abrazarlo. Pronto nos detuvimos cerca de un aliso derribado por la tormenta. —Aquí están los amentos de aliso —indicó Vladimir—. Éstos sirven de comida para los grévoles. Pasamos unos pocos metros más hasta un enorme abedul derribado. —Y éstos son los amentos de abedul —indicó otra vez Vladimir—. Son la comida favorita de los gallos lira. Cerca de unos tocones de árboles, Vladimir se detuvo de súbito y, apuntando a uno de éstos, preguntó: —¿Por qué está mojado? «Ahí viene el examen», pensé yo, recordando cómo, en uno de sus libros, Vladimir describe las pruebas que hacía para aquellos que deseaban aprender de él. Ellos debían llenar un cuestionario con preguntas muy sencillas, las cuales, sin embargo, demostraban su nivel intelectual. Dependiendo de sus respuestas, se tomaba la decisión de aceptarlos o no para el aprendizaje. La lluvia, como la explicación de esta humedad, sería una versión demasiado trivial. Comencé a «sospechar» que existiera una respuesta más compleja. Habiendo mirado mas detenidamente, me dí cuenta de que esa humedad era mucho más espesa que el agua. Entonces, esto debería ser el «líquido de este árbol», decidí yo sin poder recordar, del susto, cómo podría llamarlo de una forma más sencilla. —Sí, es la savia del abedul —terminó mi pensamiento Vladimir—. Este árbol fue cortado en el invierno. Pero sus raíces están vivas todavía, por lo tanto siguen enviando la savia hacia arriba. Después de algún tiempo, nos paramos otra vez. Vladimir explicó: —Hemos llegado al sitio de poder necesario para nosotros ahora. Trabajaremos aquí durante mucho tiempo. Así que, ¡vayan a orinar! Este tema, como resultó, no era un tabú en el grupo de Vladimir y ni siquiera causaba incomodidad alguna. Los hombres se adelantaron. Las poseedoras de los cuerpos femeninos se quedaron en el lugar entre los arbustos, bien escogido por Vladimir para este propósito. Después de algunos días, tuve ocasión de escuchar un «discurso» entero de Vladimir dedicado a este tema. En broma, él lo llamó la «Teoría urinaria». Pero contaré sobre esto más adelante. Finalmente nos paramos, como llegué a saber más tarde, cerca de la zona de trabajo de Juanito, otro Maestro Divino y uno de los Espíritus Santos. —Intenta experimentar el límite de este sitio —me dijo Vladimir e indicó su localización para mí—. Es muy importante que aprendas a identificar los límites de los sitios de poder por ti misma y con precisión. No entendí enseguida qué es lo que debía experimentar, por ende me demoré y estuve cruzando el límite de este sitio una y otra vez. Al principio, sólo pude experimentar una muy leve diferencia entre los estados emocionales. Pero después de media hora, las sensaciones se volvieron más claras y apareció la facilidad y la certeza de la percepción. Y hasta el sol se asomó tras las nubes, calentándolo todo. Esto era muy oportuno para mi cuerpo y, especialmente, para mis dedos de las manos y de los pies que estaban congelados. —¿Sabes quién es Juanito? —preguntó Vladimir, cuando me acerqué. —El discípulo de Lao… —empecé yo insegura y terminé insegura—: Tsé. —No, no conocemos Sus Maestros. Me dí mentalmente una palmada en la frente. ¡Confundí con los Maestros Divinos, Huan y Han, sobre Quienes Vladimir contó en el libro Obras clásicas de la filosofía espiritual y la actualidad! Me sentí culpable, aunque se veía a la legua que la única persona que percibía las conversaciones con Vladimir como exámenes era yo. —Juanito es un Jefe espiritual indígena según Su última encarnación —continuó este tema Vladimir. ¡Casi pegué un salto! ¡Indígena! El primer libro que leí sobre los indígenas era «Winnetou, el Jefe de los apaches». Tenía en aquel entonces 12 años. Pero en vez del arrebatamiento por las aventuras fascinantes, me deshice en llanto regando mi almohada con lágrimas. «¿¡Cómo puede ser que un pueblo tan bello, tan valiente, tan majestuoso viva en una reserva!? ¡Qué crueldad!». ¡Para mí, era un choque emocional! Vi por primera vez, afuera de mi pequeño mundo, como me parecía, la crueldad que Dios permitió que existiera. En aquel entonces esto no me hizo dudar de Su Amor. Yo intuía que para mí todavía quedaban muchas cosas por conocer y comprender. Posteriormente, llegué a saber que las reservas no eran, en absoluto, lugares para la supuesta encarcelación de los indígenas, como nos enseñaban en las escuelas «soviéticas»; por el contrario, eran las tierras dadas a ellos para que pudieran, los que quisieran, mantener el estilo de vida de sus antepasados. Con la particularidad de que a los «caraspálidas» la entrada a las reservas les fue prohibida o estrictamente restringida; asunto que fue decidido también por los indígenas que vivían en aquellas reservas. En poco tiempo leí todos los libros y otros materiales disponibles sobre los indígenas. También conocí «La canción de Hiawatha», pero… no entendí nada. Solamente quedó en mí una sensación de algo sagrado y misterioso. Aparte de esto, estudié todos los héroes indígenas, sus nombres, sus fechas de nacimiento y defunción, sus méritos, buscaba sus imágenes en las películas… ¡Y hasta sabía dónde en América habitó una u otra tribu y cómo se llamaba! Llegué al extremo de empezar a estudiar una lengua indígena, pero muy pronto comprendí que esa pasión mía ya se pasaba de la raya. Más tarde soñé por muchos años con irme para siempre a América del Norte y vivir allí con los indígenas en los bosques y en las montañas. Casi cada noche, antes de dormir, inventaba historias en las cuales imaginaba como encontraría a los indígenas, como nos conoceríamos, como ellos me permitirían vivir en su lugar para siempre. De esta manera creaba «telenovelas» enteras. También imaginaba praderas donde podría galopar en un mustango salvaje, desfiladeros sin fondo donde aprendería a escalar intrépidamente y el grandioso sol ascendiendo sobre una laguna, cerca de la cual encontraría cada día animales y pájaros, que no se asustarían con mi presencia… Sin embargo, cada mañana me despertaba entre las cuatro paredes de mi pequeño y sofocante departamento en la ciudad… Y ahora estoy cerca de la zona de trabajo de Juanito, imaginando cómo Él podría ser, cómo sería Su apariencia. Quizás, de cabello negro y largo hasta los hombros, la tez morena, los ojos castaños, las plumas de águila en el «sombrero»… Pero no me atreví a preguntar a Vladimir para confirmarlo. En un pequeño claro del bosque, rodeado por pinos y abetos, después de quitarnos las mochilas y recoger leña, encendimos una hoguera sobre los restos de otra. Después tomamos unos bocadillos de queso con café. Vladimir se puso de pie primero, se acercó a mí, alargó sus brazos y me ayudó a ponerme de pie también. Luego me cogió suavemente de las manos o, más exactamente, de los dedos, chequeando su temperatura. (Una vez escribí a Vladimir que me helaba todo el tiempo y, por tanto, me vestía «como una col». Especialmente sufría de la «congelación» de los dedos, que tenía lugar incluso con la temperatura del aire no muy baja. En respuesta Vladimir me aconsejó que hiciera varios pranayamas para limpiar los meridianos de los brazos y de las piernas). —Bueno —dijo él—. Has trabajado muy bien incluso con los pranayamas. Mira tus manos están muy calientes. «¡De verdad, están calientes!», observé yo mentalmente con asombro. —Ahora relajemos las piernas y doblemos un poco las rodillas —empezó a explicar Vladimir y a mostrarlo con su propio cuerpo—. Comencemos a balancear, transportando el peso del cuerpo de un pie al otro. Nos experimentamos como algas que se mecen suavemente en el agua. Luego él levantó sus brazos abiertos, con las palmas mirando hacia arriba, a la altura de sus hombros. —Visualicemos un solecito dorado en la palma de una mano y comenzamos a pasarlo a la otra palma a través de los dos brazos y a través de anahata. Repitamos este ejercicio muchas veces. Con los ojos físicos no vi ningún sol. Pero tenía una sensación muy clara de que una bola muy luminosa de luz se movía de un brazo al otro. —¡Hay que mirar desde anahata! —me corrigió Vladimir, al observar mis intentos—. ¡No tiene sentido mirar con los ojos físicos! Yo trataba de hacer todo según las instrucciones de Vladimir. Pero no podía entregarme por completo a la práctica, porque todavía me molestaban dos cosas: mi «paralización» emocional en la presencia de Vladimir y el frío, que me agarró lejos de la hoguera. Además, sentía la rareza de todo lo que pasaba conmigo desde el punto de vista de mi mente, acostumbrada a analizar y a dudar de todo. Por lo demás, ¡estuve plenamente feliz! ¡Por fin, encontré algo verdadero! ¡Por fin, estoy aquí! ¡Por fin, ocurre aquello con lo que soñé! Luego me dejaron trabajar con este ejercicio por mí misma. Pues cada uno de los otros miembros del grupo tenía su propia lista de tareas para realizar en aquel día. Como yo entendí, ellos hacían esas listas siempre. Después de 15 minutos, Vladimir, al pasar cerca, dijo: —Si te cansas o tienes frío, acércate a la hoguera. No me hacía tales preguntas. Pero, habiendo pensado y «dado oído» a mis sensaciones, decidí que sería mejor acercarme a la hoguera donde además ya se habían reunido todos los otros y estaban a punto de servir el té. En otros tiempos yo practicaba intensivamente el atletismo. Allí el estado de cansancio implica que estás agotado totalmente y ya no puedes más. Pero Vladimir explicó que en el trabajo espiritual el practicante debe evitar este estado y, por el contrario, tratar de retener en la memoria los estados meditativos óptimos y más vivos en vez de los «débiles y flojos». Estuve parada observando la hoguera. El cuerpo se calentaba agradablemente. —Podemos visualizar la llama de la hoguera dentro del propio anahata —habló otra vez Vladimir—. Y después podemos situarla debajo del cuerpo, «avivarla», transformándola en una gran hoguera. Así «quemamos» los cuerpos, purificándolos de todas las impurezas energéticas groseras. Probé y pude visualizar muy bien una gran hoguera.
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