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Conocimiento contemporáneo sobre Dios, la evolución y el significado de la vida humana.
Metodología del desarrollo espiritual.

 
Capitulo uno: Los cautivos
 

«¡Y quienes recibieron la iniciación deberán

brillar con el Fuego recibido y encender una nueva Luz,

—la Luz del Conocimiento y el Amor

por la Voluntad Creadora del Creador de Todo—!»

Pitágoras [6].

Capitulo uno:
Los cautivos

Esta helada noche en el desierto de Libia parecía interminable tanto para los prisioneros como para sus guardias.

El jefe de los guardias persas comenzó a preocuparse por haber perdido la ruta.

Finalmente, el brillo de la hoguera del gran campamento se hizo visible más adelante y todos suspiraron de alivio.

El total de los cautivos, a excepción de uno de ellos, fueron llevados con el resto de los esclavos capturados por el ejército persa.

«¿Y qué hay de este fenicio? ¡Parece ser un sacerdote, y parece que es importante! ¿A dónde deberíamos llevarlo?»

… Un persa de rostro sombrío y una cicatriz mal curada en su rostro, frunció el ceño y silenciosamente señaló con su mano hacia una hoguera distante.

Este nuevo cautivo era muy alto y fornido, parecía más bien un atleta en lugar de un sacerdote. Tenía un largo cabello negro grueso y rizado. Su simple túnica de lino antes blanca, estaba rasgada en varios lugares y se podía observar obvios signos de lucha.

El supuesto sacerdote fenicio fue llevado al lugar indicado. Uno de los guardias, pasándoselo a los nuevos guardias, dijo:

«¡He aquí, tomen a este fenicio! Se dice que es un mago y también sacerdote. ¡Tengan cuidado con él! Seis de nosotros apenas si pudimos controlarlo.»

Con estas palabras, quien lo traía cortó las apretadas cuerdas que estaban atadas alrededor de las manos del sacerdote.

El fenicio miró al guardia con una mirada altanera y despreciativa, y comenzó a frotar sus manos que habían quedado entumecidas bajo las cuerdas.

Ocho personas estaban sentadas alrededor de una hoguera. Eran estos: sacerdotes, predicadores, astrólogos y sanadores capturados en diferentes ciudades y templos de Egipto. De acuerdo a las órdenes de Cambises —Rey de Persia— estas personas debían mantenerse separadas y ser llevadas intactas a la capital persa. Después de todo, Egipto no solo era rico en oro, sino que se consideraba que los secretos guardados por los sacerdotes en los templos y las pirámides, fue lo que le dio poder a este país por miles de años. Y tan solo ahora, era que caía el imperio egipcio ante el poder militar del ejército persa. Así, aquellos quienes poseían este conocimiento, representaban un trofeo especialmente valioso que debía ser guardado y usado en el futuro.

El recién llegado prisionero, echó una mirada atenta a sus futuros compañeros de prisión desde su gran altura. Su mirada solo permaneció por unos instantes en una persona cuyas ropas estaban muy limpias y blancas, acordes a la tradición griega. Para de nuevo, sumergirse en sus pensamientos.

El hombre quien atrajo la atención fugaz del fenicio, se apartó para permitirle al fenicio tomar asiento cerca de la hoguera. Sacó una pieza de pan de los pliegues de su ropa, la envolvió cuidadosamente en un paño limpio que entregó al fenicio, y paso a servirle agua en un cuenco.

El nuevo cautivo volvió a ver con sorpresa a esta persona que compartía su alimento voluntariamente con él. Era difícil asumir que los cautivos estaban bien alimentados. Pero asintió en agradecimiento y comenzó a comer la hogaza de pan.

Después de haber terminado, el fenicio le preguntó:

—No pareces egipcio, ¿eres griego?

—Sí. Mi nombre es Pitágoras.

—Yo soy Hamilcar, de Cartago* —dijo el fenicio presentándose—. ¿Qué te trajo a Egipto?

—Estaba estudiando en Memphis.

—Pero… ¿eres extranjero, y aun así fuiste iniciado por los sacerdotes? ¡Vaya milagro!…

Así terminó esta conversación.

El fenicio permaneció lacónico y no participó de las conversaciones generales que siguieron. De vez en cuando le lanzaba miradas atentas al griego y escuchaba cuando Pitágoras hablaba. El griego evidentemente había despertado su interés, a diferencia de los otros cautivos a quienes Hamilcar miraba con cierto grado de desprecio e incluso arrogancia.

No podía decirse lo mismo del griego. Pitágoras le preguntaba a los otros cautivos sobre hierbas medicinales o técnicas de sanación, además, escuchaba con interés sus entendimientos acerca de los planetas y la estructura del universo.

Usualmente, las conversaciones que siguieron por esos días eran sostenidas en el idioma egipcio, el cual todos los cautivos entendían, pero Pitágoras también era fluido en otros idiomas y cuando era necesario, podía fácilmente conversar en el idioma materno de sus compañeros prisioneros. También podía expresarse fluidamente en persa, lo que le ganaba el respeto incluso de los guardias.

Pitágoras mismo no hablaba mucho y no entraba en disputas con los demás. Cuando expresaba algún punto de vista diferente, se mostraba lacónico, y solo explicaba algo en detalle cuando alguien mostraba real interés en el tema.

Él era diferente, no externamente, sino internamente. Llevaba dentro de sí un estado especial de calma, armonía y buena voluntad. A primera vista, sus movimientos parecían tan solo gentiles, pero al verle de cerca, uno podía darse cuenta de que estaban —llenos de un poder especial—. También, sus palabras tenían peso, estas penetraban en las profundidades del ser del oyente —como si midieran la profundidad y la pureza de esa alma—.

Hamilcar, se había relacionado con sacerdotes de diferentes templos y sabía distinguir la «grandeza» imaginaria —de la verdadera fuerza y poder del alma—. Pero había algo en este griego que él nunca había visto. Esto permanecía como un misterio para Hamilcar. Bueno, tenía suficiente tiempo como para resolverlo…

… Un día, el convoy con los esclavos y los trofeos persas se detuvo a descansar antes de la siguiente travesía. La razón de esto fue el hecho de que los persas celebraban la noticia de la completa victoria del rey Cambises y su subida al trono de los Faraones de Egipto. De ese momento en adelante, habrían muchas más caravanas con trofeos capturados, ¡pues ahora Egipto estaba completamente subyugado!

El vino corría por todas partes. Solo los guardias que vigilaban a los prisioneros permanecían sobrios, y por ende estaban ferozmente celosos de los demás. Se cocía carne en los calderos y las aves de caza eran asadas a las brasas.

Uno de los guardias principales se volvió más amable por estar borracho y ordenó que los prisioneros especiales fueran mejor alimentados: «¡Tal vez, en las condiciones en que están no serán capaces de llegar a destino! ¡Y me harán responsable por ello!»

Cuando se ofreció esta comida a los sacerdotes capturados, Pitágoras fue la única persona que la rechazó. Entre toda la lujosa comida para los estándares de los prisioneros, Él tan solo tomo un puñado de dátiles y frutos secos para irse a un lado y sentarse por separado mientras los demás festejaban. Tampoco bebió nada de vino.

Entonces, Hamilcar se acercó a Pitágoras y le preguntó:

—¿Rechazas la comida que te dará más fuerza? ¿Lo haces por tus creencias? ¿Acaso eres órfico*?

—No acepto ni en mi mente ni en mi cuerpo «la fuerza oscura del asesinato que llega a los humanos como resultado de alimentarse de los cuerpos de los animales cruelmente sacrificados».

»Los órficos no son los únicos que consideran la dieta vegetariana como un prerrequisito ético para el desarrollo del alma. En los países del Lejano Oriente, tales como India y China, desde siempre existieron sabios que con sus discípulos consideraban de gran valor estas prácticas, y aún los hay. Sí, y en Grecia los órficos también las recuerdan. En Egipto esto también era bien sabido hace algún tiempo. Quizá el ocaso de Egipto comenzó cuando los altos sacerdotes y faraones, dotados de poder ilimitado, abandonaron la pureza en sus vidas.

»Beber la sangre de los enemigos caídos o incluso comer su carne con el fin de obtener su poder —es costumbre de los bárbaros—. Probablemente ya habrás oído acerca de estas costumbres, Hamilcar. ¿Pero qué hay de ti, encuentras esto atroz o no?

—Griego, tu manera de pensar es muy interesante —dijo el fenicio en respuesta, y ahí terminó la conversación. Pitágoras tampoco continuó con el tema.

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